La frase "Hagan morir las obras de la carne" es un llamamiento poderoso y central en la teología cristiana, que se encuentra principalmente en la epístola a los Colosenses (3:5) y en la de Romanos (8:13)․ No es simplemente una exhortación a reprimir impulsos, sino una invitación radical a transformar la totalidad de nuestra existencia, un proceso continuo de renovación que afecta nuestra mente, voluntad y acciones․ Entender esta frase requiere un análisis profundo del contexto bíblico, su significado teológico y sus implicaciones prácticas para la vida del creyente․
En Colosenses 3:5, Pablo escribe: "Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría․" Este versículo se encuentra dentro de un pasaje más amplio que habla de la nueva vida en Cristo․ Pablo exhorta a los colosenses a despojarse del "viejo hombre" con sus prácticas y a vestirse del "nuevo hombre," el cual se va renovando en conocimiento según la imagen de aquel que lo creó (Colosenses 3:9-10)․ El "viejo hombre" representa nuestra naturaleza pecaminosa heredada, mientras que el "nuevo hombre" representa la nueva creación que somos en Cristo․
La palabra "Haced morir" (en griego, *nekrósate*) implica una acción deliberada y continua․ No es una sugerencia suave, sino una orden imperativa․ No se trata simplemente de controlar o reprimir los deseos carnales, sino de erradicarlos, considerándolos como muertos․ La lista que sigue (fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia) son ejemplos concretos de las "obras de la carne" que deben ser eliminadas․
Es crucial entender que Pablo no está sugiriendo que los creyentes pueden alcanzar la perfección sin pecado en esta vida․ Más bien, está llamando a una lucha constante contra la naturaleza pecaminosa, confiando en el poder del Espíritu Santo para vencer las tentaciones y vivir una vida que agrade a Dios;
En Romanos 8:13, Pablo escribe: "Porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis․" Este versículo se encuentra en el contexto de la discusión de Pablo sobre la vida en el Espíritu y la libertad de la ley․ El capítulo 8 de Romanos es uno de los más ricos y profundos en toda la Escritura, describiendo la obra del Espíritu Santo en la vida del creyente․
Aquí, la conexión entre "vivir conforme a la carne" y la muerte es explícita․ La "carne" (en griego, *sarx*) no se refiere simplemente al cuerpo físico, sino a la naturaleza pecaminosa que heredamos de Adán․ Vivir conforme a la carne significa ser gobernado por los deseos egoístas y pecaminosos que nos separan de Dios․
La promesa es que, "si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis․" Esto implica que la mortificación de la carne no es algo que podemos lograr por nuestra propia fuerza․ Dependemos completamente del poder del Espíritu Santo para vencer el pecado․ La "vida" que se promete no es solo la vida eterna, sino también una vida abundante y significativa en el presente, una vida caracterizada por la paz, el gozo y el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23)․
Es importante notar la diferencia sutil pero significativa en la formulación entre Colosenses y Romanos․ En Colosenses, se nos dice que "hagamos morir" (una acción directa), mientras que en Romanos se nos dice que "por el Espíritu hagamos morir" (una acción mediada por el Espíritu)․ Ambas perspectivas son complementarias: debemos tomar la iniciativa de resistir el pecado, pero lo hacemos confiando en el poder del Espíritu Santo que obra en nosotros․
La "carne" (*sarx*) es un concepto teológico complejo que se refiere a la naturaleza humana caída, corrompida por el pecado․ No es simplemente el cuerpo físico, aunque puede manifestarse a través de él․ La carne es una fuerza poderosa que nos impulsa a buscar la satisfacción de nuestros propios deseos egoístas, en lugar de buscar la voluntad de Dios․
La carne se opone al Espíritu (Gálatas 5:17)․ Es una fuente de tentación y nos aleja de la verdad․ La Biblia describe las "obras de la carne" como evidentes (Gálatas 5:19-21), incluyendo pecados como inmoralidad sexual, idolatría, odio, contienda, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, borracheras y orgías․
Es importante destacar que la carne no es inherentemente mala․ Dios creó al ser humano bueno (Génesis 1:31), y el cuerpo físico puede ser usado para glorificar a Dios (1 Corintios 6:19-20)․ El problema es que la carne está corrompida por el pecado, y a menos que sea sometida al Espíritu Santo, nos llevará a la destrucción․
El Espíritu Santo es el agente principal en la mortificación de la carne․ Él es quien nos capacita para resistir la tentación, para discernir la verdad del error, y para vivir una vida que agrada a Dios․ El Espíritu Santo mora en cada creyente (Romanos 8:9), y su presencia es la garantía de nuestra salvación (Efesios 1:13-14)․
El Espíritu Santo no nos obliga a hacer lo correcto, pero nos persuade, nos convence y nos da el poder para elegir el camino de la justicia․ Él produce en nosotros el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23), que es el carácter de Cristo manifestado en nuestras vidas․ Este fruto (amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio) es la antítesis de las obras de la carne․
Vivir en el Espíritu implica someterse a su dirección en cada área de nuestra vida․ Implica orar, leer la Biblia, buscar el consejo de otros creyentes y estar dispuestos a obedecer la voluntad de Dios, incluso cuando sea difícil․
La doctrina de "hacer morir las obras de la carne" está intrínsecamente ligada a las doctrinas de la justificación y la santificación․ La justificación es el acto de Dios por el cual nos declara justos ante sus ojos, basándose en la obra redentora de Cristo en la cruz․ La santificación es el proceso continuo por el cual somos transformados a la imagen de Cristo․
La justificación es un acto único e instantáneo, mientras que la santificación es un proceso gradual y progresivo․ Somos justificados por la fe en Cristo (Romanos 5:1), pero la justificación no es el fin de la historia․ Una vez que somos justificados, somos llamados a vivir una vida de santidad (1 Tesalonicenses 4:3)․ La mortificación de las obras de la carne es una parte esencial de este proceso de santificación․
Es importante no confundir la justificación con la santificación․ Somos salvos por gracia mediante la fe, no por obras (Efesios 2:8-9)․ Sin embargo, las buenas obras son la evidencia de una fe genuina (Santiago 2:14-26)․ La mortificación de las obras de la carne es una de esas buenas obras que demuestran que somos verdaderos discípulos de Cristo․
El primer paso para hacer morir las obras de la carne es la autoevaluación honesta․ Debemos examinarnos a nosotros mismos a la luz de la Palabra de Dios y reconocer las áreas de nuestra vida donde todavía estamos luchando con el pecado․ Esto requiere humildad y valentía, ya que a menudo es doloroso confrontar nuestras propias debilidades․
Una vez que hemos identificado nuestras áreas de lucha, debemos confesar nuestros pecados a Dios (1 Juan 1:9)․ La confesión es un acto de arrepentimiento y un reconocimiento de nuestra necesidad de la gracia de Dios․ Dios es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad․
Las disciplinas espirituales son prácticas que nos ayudan a crecer en nuestra relación con Dios y a fortalecer nuestra capacidad para resistir la tentación․ Algunas disciplinas espirituales importantes incluyen:
La práctica regular de estas disciplinas nos ayuda a cultivar una mentalidad espiritual y a fortalecer nuestra determinación de obedecer a Dios․
Una estrategia importante para hacer morir las obras de la carne es evitar las ocasiones de pecado․ Esto significa identificar las situaciones, los lugares y las personas que nos tientan a pecar y tomar medidas para evitarlos․ Por ejemplo, si luchamos con la pornografía, debemos evitar los sitios web y las revistas que la contienen․ Si luchamos con la ira, debemos evitar las situaciones que nos provocan․ Este principio es fundamental para el dominio propio y la protección de nuestra santidad․
Esto puede requerir cambios drásticos en nuestro estilo de vida, pero vale la pena el esfuerzo․ Jesús dijo: "Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues más te vale que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno․" (Mateo 5:29)․ Aunque este pasaje no debe ser tomado literalmente en todos los casos, el principio subyacente es claro: debemos estar dispuestos a hacer cualquier cosa necesaria para evitar el pecado․
Romanos 12:2 nos exhorta a "no os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta․" La renovación de la mente es un proceso continuo por el cual reemplazamos los patrones de pensamiento pecaminosos con patrones de pensamiento bíblicos․
Esto implica llenar nuestra mente con la Palabra de Dios, meditar en sus verdades y desafiar los pensamientos que contradicen la Escritura․ También implica rodearnos de personas que comparten nuestra fe y que nos animan a vivir una vida que agrada a Dios․ La renovación de la mente es esencial para la transformación de nuestro carácter y para la mortificación de las obras de la carne․
No estamos destinados a luchar contra el pecado solos․ Necesitamos el apoyo y la responsabilidad de otros creyentes․ Esto puede implicar tener un confidente con quien podamos compartir nuestras luchas y pedir oración․ También puede implicar participar en un grupo pequeño o en un estudio bíblico donde podamos rendir cuentas a otros y recibir ánimo․
Proverbios 27:17 dice: "Hierro con hierro se aguza; y así el hombre aguza el rostro de su amigo․" El compañerismo cristiano nos ayuda a crecer en nuestra fe y a mantenernos responsables ante Dios y ante los demás․
Es importante evitar el legalismo al tratar de "hacer morir las obras de la carne․" El legalismo es la creencia de que podemos ganar el favor de Dios a través de nuestras propias obras․ Esto es contrario al evangelio de la gracia, que enseña que somos salvos por la fe en Cristo, no por nuestras obras (Efesios 2:8-9)․
La mortificación de las obras de la carne no es un medio para ganar la salvación, sino una respuesta a la gracia que ya hemos recibido․ Lo hacemos porque amamos a Dios y queremos agradarle, no porque queremos ganar su aprobación․ Debemos esforzarnos por obedecer a Dios, pero siempre recordando que nuestra salvación depende únicamente de la obra redentora de Cristo․
También es importante evitar el perfeccionismo․ No vamos a alcanzar la perfección sin pecado en esta vida․ Todos tropezamos y caemos (Santiago 3:2)․ Sin embargo, esto no significa que debamos conformarnos con el pecado․ Debemos esforzarnos por crecer en santidad cada día, aprendiendo de nuestros errores y confiando en la gracia de Dios․
El enfoque debe estar en el progreso, no en la perfección․ Debemos celebrar cada victoria sobre el pecado, por pequeña que sea, y aprender de cada fracaso․ La vida cristiana es una maratón, no una carrera de velocidad․ Se trata de perseverar en la fe hasta el final․
Es crucial tener discernimiento espiritual al aplicar el principio de "hacer morir las obras de la carne․" No todos los deseos son pecaminosos․ Dios nos ha dado muchos deseos buenos y legítimos que deben ser disfrutados dentro de los límites de su voluntad․ El problema surge cuando permitimos que nuestros deseos nos controlen y nos lleven a pecar․
El discernimiento espiritual nos ayuda a distinguir entre los deseos buenos y los deseos pecaminosos, y a tomar decisiones sabias sobre cómo satisfacer nuestras necesidades y deseos sin comprometer nuestra fe․ Esto requiere oración, estudio de la Biblia y buscar el consejo de otros creyentes․
El llamado a "hacer morir las obras de la carne" es un componente esencial de la vida cristiana․ Es una invitación a participar activamente en el proceso de santificación, confiando en el poder del Espíritu Santo para vencer el pecado y vivir una vida que agrada a Dios․ No es una tarea fácil, pero es una tarea que vale la pena․ Al hacerlo, experimentaremos la verdadera libertad y la plenitud de vida que Dios nos ofrece․
Este proceso implica autoevaluación honesta, confesión de pecados, práctica de disciplinas espirituales, evitar las ocasiones de pecado, renovación de la mente, responsabilidad y apoyo mutuo․ También requiere evitar el legalismo y el perfeccionismo, y cultivar el discernimiento espiritual․ Al abrazar este llamado con humildad y determinación, podemos experimentar una transformación profunda y duradera en nuestras vidas, glorificando a Dios con todo nuestro ser․
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